viernes, 19 de julio de 2013

Sueños



    No estaba ida del todo, pero tampoco en el lugar dónde me encontraba. Me senté en mi silla de madera pintada de aquel color esmeralda y soñé. Soñé que iba por la calle mientras la mujer blanca del cielo decidía mostrarse. Estaba todo nevado, pero no era una nieve corriente. Estaba caliente; muy caliente. Recuerdo que cogí un pequeño trozo y mis ojos ardían de solo dirigirle la mirada. De pronto sentí la necesidad de correr. Sin darme cuenta, mi paseo se había convertido en una terrible huida  La nieve comenzaba a derretirse y brotaban rosas negras en su lugar. Una niña aparecía y me daba su mano.
    –Tienes que venir conmigo, deprisa insistía. Yo me limitaba a seguir aquella historia sin tener muy claro aún que sucedía. Empezó a llover, y las gotas quemaban las flores. Sin embargo, a mí me transmitían un frescor placentero y suave.
    – ¡Rápido, no hay tiempo!- exponía ella con efusividad entre intensos sollozos.
    – ¿No hay tiempo para qué? pregunté. Se hizo el silencio.
    –Para nada. Ya es tarde. De forma repentina la tierra comenzó a separarse. Seguimos huyendo hacia todos lados. Pero por todos lados el suelo se desmoronaba. Entonces me quedé inmóvil. Ella intentaba tirar de mí, pero me resistía. El miedo me había cegado. Inesperadamente, una línea comenzó a abrirse entre mis piernas y quedé colgada en el abismo. La mano de la niña permaneció agarrando la mía; con mucha fuerza, pero ésta inútil y débil. Entonces grité mi nombre con constancia, sin saber muy bien porqué ,y un profundo eco se sumergió en aquel espacio. Una gota de tristeza recorría la mejilla de la niña y acabó cayendo sobre la mía. Era ácida, pero al pasar por mi boca, dulce. Miré sus ojos. Me producían el mismo arder que aquella nieve. Me adentré en la luz de su mirada, a pesar del fuego que irradiaba, buscando un sentimiento. Encontré el de impotencia. Fue pues cuando supe que no debía esperar a que ella no aguantara más y mi mano se resbalara. Yo debía soltarme. Pero cuando lo hice, ella… ella se mostró alegre y satisfecha. Y a partir de ese momento comencé a caer en un tiempo infinito. El calor se me iba apoderando, mientras el eco de mi propia voz persistía: “¡Adelaida, Adelaida!”.
    Desperté, abrí mis ojos con costosidad y permanecí sentada. Delante de mí estaba Celia, mi hermana. Era ella quién lloraba y gritaba mi nombre desesperadamente. Me zarandeaba. Me golpeaba. Quería preguntarle por qué estaba tan alterada y qué era aquello que tanto necesitaba de mí, pero no hizo falta. Vi humo por todas partes y supe que algo trágico estaba sucediendo. Me volví a quedar inmóvil. No atendí a sus palabras de terror e insistencia.
    – ¡Busquemos a Noelia y a mamá y huyamos, no hay tiempo! La esperanza, ya algo marchita, empezó a derretirse y a brotar en su lugar la muerte. Toda la casa ardía. Celia corrió sola en busca de mamá y nuestra otra hermana.
Ante la imposibilidad de que yo me moviera, y la realidad de las llamas que iban tapando todas las salidas, mi madre cogió a mis dos hermanas y me dejaron ahí. A mi suerte. Y no sólo me dejaron. También me encerraron para impedir como fuera mi salida. De nuevo apareció la cara de satisfacción en un rostro. Algo se rompió dentro de mí… o no; nada tenía sentido. A partir de ese momento comencé a caer en un tiempo infinito, el calor se me iba apoderando, mientras el eco persistía: “Adelaida, Adelaida..."...
    –Adelaida, levanta, por el amor de Dios. ¿Te has vuelto a quedar dormida en eso? De verdad, no sé que voy a hacer contigo. ¿Sabes lo cuán grande y reconfortable que es tu cama para que duermas en esa silla vieja y azul?
    Volví a despertar.
    No es azul. Refunfuñé sin abrir los ojos, estando en un mundo muy lejano a la realidad todavía.

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