No estaba ida del todo, pero tampoco en el lugar dónde me encontraba.
Me senté en mi silla de madera pintada de aquel color esmeralda y soñé. Soñé
que iba por la calle mientras la mujer blanca del cielo decidía mostrarse.
Estaba todo nevado, pero no era una nieve corriente. Estaba caliente; muy
caliente. Recuerdo que cogí un pequeño trozo y mis ojos ardían de solo
dirigirle la mirada. De pronto sentí la necesidad de correr. Sin darme cuenta,
mi paseo se había convertido en una terrible huida La nieve comenzaba a
derretirse y brotaban rosas negras en su lugar. Una niña aparecía y me daba su
mano.
–Tienes que venir conmigo, deprisa –insistía. Yo me limitaba a seguir
aquella historia sin tener muy claro aún que sucedía. Empezó a llover, y las
gotas quemaban las flores. Sin embargo, a mí me transmitían un frescor
placentero y suave.
– ¡Rápido, no hay tiempo!- exponía ella con efusividad entre
intensos sollozos.
– ¿No hay tiempo para qué? –pregunté. Se hizo el silencio.
–Para nada. Ya es tarde. –De forma repentina la tierra comenzó a separarse.
Seguimos huyendo hacia todos lados. Pero por todos lados el suelo se
desmoronaba. Entonces me quedé inmóvil. Ella intentaba tirar de
mí, pero me resistía. El miedo me había cegado. Inesperadamente, una línea comenzó
a abrirse entre mis piernas y quedé colgada en el abismo. La mano de la niña permaneció agarrando la mía; con mucha fuerza, pero ésta inútil y débil. Entonces grité mi
nombre con constancia, sin saber muy bien porqué ,y un profundo eco se sumergió
en aquel espacio. Una gota de tristeza recorría la mejilla de la niña y acabó
cayendo sobre la mía. Era ácida, pero al pasar por mi boca, dulce. Miré sus
ojos. Me producían el mismo arder que aquella nieve. Me adentré en la luz de
su mirada, a pesar del fuego que irradiaba, buscando un sentimiento. Encontré
el de impotencia. Fue pues cuando supe que no debía esperar a que ella no
aguantara más y mi mano se resbalara. Yo debía soltarme. Pero cuando lo hice, ella…
ella se mostró alegre y satisfecha. Y a partir de ese momento comencé a caer en
un tiempo infinito. El calor se me iba apoderando, mientras el eco de mi propia voz persistía: “¡Adelaida,
Adelaida!”.
Desperté, abrí
mis ojos con costosidad y permanecí sentada. Delante de mí estaba Celia, mi
hermana. Era ella quién lloraba y gritaba mi nombre desesperadamente. Me
zarandeaba. Me golpeaba. Quería preguntarle por qué estaba tan alterada y qué
era aquello que tanto necesitaba de mí, pero no hizo falta. Vi humo por todas
partes y supe que algo trágico estaba sucediendo. Me volví a quedar inmóvil. No
atendí a sus palabras de terror e insistencia.
– ¡Busquemos a Noelia y a mamá y
huyamos, no hay tiempo! –La esperanza, ya algo marchita, empezó a derretirse y a
brotar en su lugar la muerte. Toda la casa ardía. Celia corrió sola en busca de
mamá y nuestra otra hermana.
Ante la imposibilidad de que yo me moviera, y la
realidad de las llamas que iban tapando todas las salidas, mi madre cogió a mis
dos hermanas y me dejaron ahí. A mi suerte. Y no sólo me dejaron. También me encerraron
para impedir como fuera mi salida. De nuevo apareció la cara de satisfacción en
un rostro. Algo se rompió dentro de mí… o no; nada tenía sentido. A partir de
ese momento comencé a caer en un tiempo infinito, el calor se me iba
apoderando, mientras el eco persistía: “Adelaida, Adelaida..."...
–Adelaida, levanta, por el amor de Dios. ¿Te has
vuelto a quedar dormida en eso? De verdad, no sé que voy a hacer contigo.
¿Sabes lo cuán grande y reconfortable que es tu cama para que duermas en esa silla
vieja y azul?
Volví a despertar.
–No es azul. –Refunfuñé sin abrir los ojos, estando en
un mundo muy lejano a la realidad todavía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario