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ntorné la
puerta dejando curiosear mi ser perturbado, confuso, sediento de respuestas. Vi
una mujer extendida, colocada de manera incomprensible sobre una cama de la
casa. Recuerdo que quise acercarme, definir detalles hasta ese momento muy
difusos y distantes. Yo tendría alrededor de cuatro años y mi increíble torpeza
hacía que avanzara chocando mi cuerpo de la manera menos cuidadosa posible con
todo aquello que se dispusiese en la habitación. Me puse muy nerviosa con temor
a que aquella figura inmóvil despertara. Quizás me hubiera propinado un par de
tortas y reprimendas por... invadir su intimidad –o demás cosas semblantes que
puedan irritar a un adulto.
Ella estaba
de espaldas a la puerta, completamente desnuda. Me llamó la atención su negro
cabello, que decoraba la sábana con un hermoso contraste estampado. Como si
estuviera extraído de las más bellas fotos profesionales, con los típicos tonos
tristes y antiguos. Su pelo tenía un brillo especial, desvaneciente por
momentos. Como la vida. Como hojas de árbol. Como los suspiros, la suave brisa
o la luz del cielo.
Su melena
recorría un fino y largo trayecto, acabado en aves voraces de su mismo
color, suspendidas en el aire a medida que su longitud aumentaba. Pues reprimía
dureza, reflejaba crueldad y sin embargo transmitía un sentimiento apagado,
derretido, consumido. Algo malo la abandonaba, y otro bueno la recorría, que a
su vez su luz apagaba, y su alma purificaba con algo de avaricia.
Después de tantas conclusiones cuales no pude llegar hasta hace bien
poco, digamos que titubeé unos pasos más decididos, que no rápidos, para ver su rostro.
Recuerdo vagamente su belleza, pero jamás podría llegar a olvidarla del todo.
Su boca estaba entreabierta, dejando mostrar sus dientes. Algunos hilos de su
larga cabellera se adentraban en ella. Sus ojos eran dos ventanas completamente
expeditas, al igual que claros, y se encontraban infinitos, en algún lugar, muy
lejano a dónde yo me encontraba.
–Un lugar
frío –pensé; pues su tez gélida, sin apenas haberla probado con mis dedos, lo
sugería a dos millas. Sus piernas estaban separadas, trazando caminos
contrarios, senderos opuestos que recorrían distancia mientras se juntaban en
un punto común. Tenía marcas de hemorragia en las extremidades inferiores y el
cuello, como si algo los hubiera sujetado muy fuerte. También pude ver unas
vendas en las muñecas. Los vendajes se habían tragado sus manos o bien las
había cortado algo. O alguien. Toqué las mías, asegurándome de que a mis manos
no las había tragado nada.
Dentro de mí
no sentí pena, tampoco dolor, no se había roto ninguna infancia, ni la misma
inocencia. Simplemente no comprendía aquello que veía, y miraba. Balanceé a
aquella mujer con la punta de uno de mis pequeños dedos, no recuerdo cuál. Lo
hice muy ligeramente, como si quisiera que despertara y que no lo hiciera a la
vez. Tragué saliva y me senté en una esquina enfrentada a ese entorno
silencioso y hostil. No lloré, tampoco abrí la boca ni un momento mostrando
perplejidad, me seguí limitando a observarla desde la lejanía prudente,
abrazando mis propias rodillas. Aferrando entre mis piernas mi pequeña
muñequita de trapo... interrogando con mis ojos jóvenes su aún ida mirada
desconocida. Porque eso era para mí. Una desconocida.
Mi
indiferencia e inocencia jamás me dejaron saber que aquella mujer estaba
muerta, y dudo mucho que entendiera siquiera qué significaba estarlo. Pues para
mi padre, hombre de
conceptos confusos, todo estaba dormido. Así pues
aquella mujer también dormía. O eso dijo despreocupado y con asombro, mostrando
su enorme ignorancia de porqué dormía desnuda, forzada y manca, en la cama de
mamá.
Asentí y
creí todo aquello que me contaba; aunque me hubiera dicho los disparates más
absurdos posibles. Yo confiaba en mi padre.
Me tocó la
cabeza con dureza y dijo, con aquella voz autoritaria y casi maquiavélica:
–Buena
chica.
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